Monte Chingolo (II)
Monte Chingolo (II)
A pesar de los indicios
DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE http://www.ellitoral.com/
Un afiche que muestra el liderazgo de Santucho aún después de muerto. A pesar de los indicios, Santucho insiste en el operativo. Se dice que después de la catástrofe admitió que hubo un sesgo de aventurerismo en la conducción política de la guerrilla. Foto: Archivo El Litoral.
Rogelio Alaniz
La imputación más seria que se le puede hacer a Santucho es la de haber autorizado un operativo cuando había evidencias manifiestas de que los militares estaban al tanto de todo. Jesús Ranier, el traidor, hacía muy bien su trabajo. En los primeros días de diciembre son detenidos catorce militantes del ERP, entre otros Juan Eliseo Ledesma, el comandante Pedro, designado para dirigir el asalto al cuartel. Ledesma era el cuadro militar más importante de la organización y en su lugar será designado Benito Urteaga, para muchos la mano derecha de Santucho, pero desde el punto de vista militar muy por debajo de Ledesma.
El 16 de diciembre son detenidos Jorge Oscar Pintos y Jorge Arreche, dos dirigentes con responsabilidades de primer nivel en el operativo. El domingo 21 de diciembre, dos días antes del asalto al cuartel, el jefe de Inteligencia del ERP, Juan Santiago Mangini, informa que existen fuertes indicios para suponer que el operativo está cantado. Se sabe que ese mismo día Hugo Irurzún, más conocido como capitán Santiago, discute con Santucho sobre la necesidad de levantar el operativo. Santucho se opone. A esa ceguera sus epígonos luego la denominarían “fe en la revolución”.
No concluyen allí los indicios. Tres integrantes de la columna guerrillera “Sabino Navarro” deciden no participar de las acciones porque consideran que los militares les han tendido una emboscada. Muy cerca del cuartel, hay un prostíbulo conocido con el nombre de “La Gallega” frecuentado por conscriptos y vecinos del barrio. El domingo 21 una de las prostitutas le dice a un soldado: ¿Qué hacen acá, no es que hoy los guerrilleros asaltaban el cuartel?”. La anécdota es pertinente, porque hasta los personajes más alejados del conflicto sabían que los militares estaban esperando a los guerrilleros y no precisamente para brindar por la llegada de la Navidad.
El Oso Ranier, el traidor, sigue mientras tanto cumpliendo con sus tareas. Amigo del dirigente sindical Illescas, le informa lo que sabe y éste se lo comunica al intendente peronista de Lomas de Zamora que se llama Eduardo Duhalde, quien ni lerdo ni perezoso procede a informarle de la novedad al gobernador de la provincia, Victorio Calabró, que desde hace por lo menos un año es un político incondicional de los militares.
Ese 19 de diciembre, al día siguiente del levantamiento armado de Jesús Cappellini, el general Harguindeguy está al tanto de todo y decide movilizar un total de seis mil hombres armados hasta los dientes. La última tarea que Ranier realiza para los militares es la de entregar armas en mal estado a sus compañeros. Por esa diligencia Ranier cobra cuatro mil dólares. Fue su último servicio prestado a las fuerzas armadas. Dos semanas después del operativo de Monte Chingolo, es detenido por un comando del ERP, juzgado y ejecutado. El 13 de enero de 1976 su cadáver aparece en un baldío de Flores con un letrero en el cuello que dice. “Soy Jesús Ranier, traidor a la revolución y entregador de mis compañeros”. Los peronistas por supuesto no reclaman por el compañero muerto; tampoco lo hacen los militares. Como se dice en estos casos: “Roma no paga a traidores”.
¿Por qué habiendo tantos indicios Santucho insiste en el operativo? Se dice que él mismo admitió después de la catástrofe que hubo un sesgo de aventurerismo en la conducción política de la guerrilla. Lo dijo en voz baja, pero en la declaración oficial del Buró del PRT ese esbozo de autocrítica no se hizo público. A lo que más se animaron fue a admitir que efectivamente el operativo debería haberse suspendido. En efecto, ante la evidencia de que habían sido infiltrados por el enemigo, no les quedó otra alternativa que reconocer a regañadientes que se habían equivocado. La presencia de un traidor en las filas, curiosamente, fue un buen argumento para depositar allí todas las culpas y rehuir la autocrítica política que nunca llegó.
Una mirada histórica más despojada de subjetividades permitiría concluir que, a su manera, el PRT fue coherente con lo que hizo. Si bien sus dirigentes se decían marxistas y se jactaban de sus análisis dialécticos y objetivos, en realidad toda su visión política estaba teñida de subjetividad y voluntarismo. Se suponían la vanguardia sin que existiera ninguna prueba objetiva que verificara semejante afirmación; decían constituir un ejército popular cuando en realidad eran un puñado de hombres y mujeres armados dominados, según se mire, por una formidable voluntad de lucha o un ciego fanatismo; hablaban en sus balances de las masas, pero las únicas que estaba ausentes en sus decisiones políticas eran las masas; se suponían la avanzada de un ejército popular y nunca fueron más que una patrulla extraviada; insistían en que la política manejaba al fusil, pero en los hechos la relación era inversa y lo de Monte Chingolo fue la expresión más acabada de esa concepción que muy bien la calificara un prominente dirigente troskista como pequeño burguesa y aventurera.
En ese contexto no debería haberle llamado la atención la “desviación militarista” de Monte Chingolo, porque para ser sinceros, lo que habría que decir es que toda su concepción de la política fue una gran desviación militarista. El PRT insistía en la moral de combate, en que esa moral haría maravillas y desequilibraría las relaciones de fuerza contra un enemigo superior en armamentos pero desmoralizado. La realidad demostró que lo dicho era una verdad a medias. El Ejército argentino de esos años no se distinguía por una ejemplar moral de combate, pero la que tuvo le alcanzó y le sobró para derrotar a una guerrilla que en ningún momento tuvo posibilidades de infligirle un daño importante a la estructura del pode militar.
En el operativo murieron sesenta o setenta guerrilleros porque las cifras no son completas. La mitad de ellos eran menores de 21 años. Hugo Alberto Boca y María Inés Marabotto tenían 16 años. ¿Quién se hace cargo de esas muertes? ¿Quién rinde cuentas? ¿Los militares? Puede ser. ¿Pero los jefes guerrilleros no tienen nada que decir? ¿O todo alcanza con jactarse de que fue una derrota militar, pero una victoria moral y política? Los jefes guerrilleros insistieron en rescatar la calidad humana de sus militantes. Si esa calidad humana se la compara con la de un torturador no hay dudas de que la superioridad moral era más que evidente. Ahora bien, ese dato no alcanza para justificar todo, para justificar la irresponsabilidad política, la pulsión militarista, el daño infligido a la democracia a través de un comportamiento político provocador que objetivamente fue golpista. Por otro lado, es la experiencia histórica la que ha demostrado que los guerrilleros se inician en el combate movilizados por las mejores intenciones, pero luego el oficio de matar los transforma precisamente en lo que reclamaba el Che Guevara: formidables y despiadadas máquinas de matar. Si ese es el hombre nuevo yo prefiero quedarme con el viejo, rehuyendo los cantos de sirena de ciertos poetas de izquierda que escriben sobre los beneficios morales de quienes matan por amor o en nombre de una sociedad superior. Hoy creo que es un ejercicio intelectual innecesario refutar esas pamplinas. Gorriarán Merlo y Firmenich no son precisamente el ideal del hombre nuevo, pero además, y esto es importante decirlo, la sociedad por la que luchaban, la sociedad por la que mandaron a morir y mandaron a matar hoy se ha demostrado que fue una sociedad mucho más bárbara e injusta que la sociedad que pretendían corregir. ¿O alguien intentó hacer un ejercicio de imaginación y pensar qué hubiera sido de la Argentina si Firmenich o Gorriarán Merlo hubieran triunfado o si la racionalidad que se empleó en Monte Chingolo se hubiera impuesto como política oficial?
Dos días después del operativo se hicieron presentes en el Regimiento para dar la solidaridad a los militares los concejales Gerardo Charrú y Pascual Romano. No eran los únicos políticos que se solidarizaban con las Fuerzas Armadas, pero en este caso lo novedoso era que estos dos concejales pertenecían al Partido Comunista. Como para despejar cualquier duda, a la semana siguiente Fernando Nadra, la máxima autoridad del PC escribió en “Nuestra Palabra”: “Se condujo al matadero a un centenar de muchachos y muchachas quinceañeras. ¿Se tiene derecho a explotar el odio inmaduro y el desequilibrio emocional de los adolescentes para conducirlos a una masacre?” Palabras antipáticas y desconcertantes para muchos contemporáneos, pero verdaderas en el fondo.
No les quedó otra alternativa que reconocer que se habían equivocado. La presencia de un traidor en las filas fue un buen argumento para depositar allí todas las culpas y rehuir la autocrítica política que nunca llegó.
A pesar de los indicios
DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE http://www.ellitoral.com/
Un afiche que muestra el liderazgo de Santucho aún después de muerto. A pesar de los indicios, Santucho insiste en el operativo. Se dice que después de la catástrofe admitió que hubo un sesgo de aventurerismo en la conducción política de la guerrilla. Foto: Archivo El Litoral.
Rogelio Alaniz
La imputación más seria que se le puede hacer a Santucho es la de haber autorizado un operativo cuando había evidencias manifiestas de que los militares estaban al tanto de todo. Jesús Ranier, el traidor, hacía muy bien su trabajo. En los primeros días de diciembre son detenidos catorce militantes del ERP, entre otros Juan Eliseo Ledesma, el comandante Pedro, designado para dirigir el asalto al cuartel. Ledesma era el cuadro militar más importante de la organización y en su lugar será designado Benito Urteaga, para muchos la mano derecha de Santucho, pero desde el punto de vista militar muy por debajo de Ledesma.
El 16 de diciembre son detenidos Jorge Oscar Pintos y Jorge Arreche, dos dirigentes con responsabilidades de primer nivel en el operativo. El domingo 21 de diciembre, dos días antes del asalto al cuartel, el jefe de Inteligencia del ERP, Juan Santiago Mangini, informa que existen fuertes indicios para suponer que el operativo está cantado. Se sabe que ese mismo día Hugo Irurzún, más conocido como capitán Santiago, discute con Santucho sobre la necesidad de levantar el operativo. Santucho se opone. A esa ceguera sus epígonos luego la denominarían “fe en la revolución”.
No concluyen allí los indicios. Tres integrantes de la columna guerrillera “Sabino Navarro” deciden no participar de las acciones porque consideran que los militares les han tendido una emboscada. Muy cerca del cuartel, hay un prostíbulo conocido con el nombre de “La Gallega” frecuentado por conscriptos y vecinos del barrio. El domingo 21 una de las prostitutas le dice a un soldado: ¿Qué hacen acá, no es que hoy los guerrilleros asaltaban el cuartel?”. La anécdota es pertinente, porque hasta los personajes más alejados del conflicto sabían que los militares estaban esperando a los guerrilleros y no precisamente para brindar por la llegada de la Navidad.
El Oso Ranier, el traidor, sigue mientras tanto cumpliendo con sus tareas. Amigo del dirigente sindical Illescas, le informa lo que sabe y éste se lo comunica al intendente peronista de Lomas de Zamora que se llama Eduardo Duhalde, quien ni lerdo ni perezoso procede a informarle de la novedad al gobernador de la provincia, Victorio Calabró, que desde hace por lo menos un año es un político incondicional de los militares.
Ese 19 de diciembre, al día siguiente del levantamiento armado de Jesús Cappellini, el general Harguindeguy está al tanto de todo y decide movilizar un total de seis mil hombres armados hasta los dientes. La última tarea que Ranier realiza para los militares es la de entregar armas en mal estado a sus compañeros. Por esa diligencia Ranier cobra cuatro mil dólares. Fue su último servicio prestado a las fuerzas armadas. Dos semanas después del operativo de Monte Chingolo, es detenido por un comando del ERP, juzgado y ejecutado. El 13 de enero de 1976 su cadáver aparece en un baldío de Flores con un letrero en el cuello que dice. “Soy Jesús Ranier, traidor a la revolución y entregador de mis compañeros”. Los peronistas por supuesto no reclaman por el compañero muerto; tampoco lo hacen los militares. Como se dice en estos casos: “Roma no paga a traidores”.
¿Por qué habiendo tantos indicios Santucho insiste en el operativo? Se dice que él mismo admitió después de la catástrofe que hubo un sesgo de aventurerismo en la conducción política de la guerrilla. Lo dijo en voz baja, pero en la declaración oficial del Buró del PRT ese esbozo de autocrítica no se hizo público. A lo que más se animaron fue a admitir que efectivamente el operativo debería haberse suspendido. En efecto, ante la evidencia de que habían sido infiltrados por el enemigo, no les quedó otra alternativa que reconocer a regañadientes que se habían equivocado. La presencia de un traidor en las filas, curiosamente, fue un buen argumento para depositar allí todas las culpas y rehuir la autocrítica política que nunca llegó.
Una mirada histórica más despojada de subjetividades permitiría concluir que, a su manera, el PRT fue coherente con lo que hizo. Si bien sus dirigentes se decían marxistas y se jactaban de sus análisis dialécticos y objetivos, en realidad toda su visión política estaba teñida de subjetividad y voluntarismo. Se suponían la vanguardia sin que existiera ninguna prueba objetiva que verificara semejante afirmación; decían constituir un ejército popular cuando en realidad eran un puñado de hombres y mujeres armados dominados, según se mire, por una formidable voluntad de lucha o un ciego fanatismo; hablaban en sus balances de las masas, pero las únicas que estaba ausentes en sus decisiones políticas eran las masas; se suponían la avanzada de un ejército popular y nunca fueron más que una patrulla extraviada; insistían en que la política manejaba al fusil, pero en los hechos la relación era inversa y lo de Monte Chingolo fue la expresión más acabada de esa concepción que muy bien la calificara un prominente dirigente troskista como pequeño burguesa y aventurera.
En ese contexto no debería haberle llamado la atención la “desviación militarista” de Monte Chingolo, porque para ser sinceros, lo que habría que decir es que toda su concepción de la política fue una gran desviación militarista. El PRT insistía en la moral de combate, en que esa moral haría maravillas y desequilibraría las relaciones de fuerza contra un enemigo superior en armamentos pero desmoralizado. La realidad demostró que lo dicho era una verdad a medias. El Ejército argentino de esos años no se distinguía por una ejemplar moral de combate, pero la que tuvo le alcanzó y le sobró para derrotar a una guerrilla que en ningún momento tuvo posibilidades de infligirle un daño importante a la estructura del pode militar.
En el operativo murieron sesenta o setenta guerrilleros porque las cifras no son completas. La mitad de ellos eran menores de 21 años. Hugo Alberto Boca y María Inés Marabotto tenían 16 años. ¿Quién se hace cargo de esas muertes? ¿Quién rinde cuentas? ¿Los militares? Puede ser. ¿Pero los jefes guerrilleros no tienen nada que decir? ¿O todo alcanza con jactarse de que fue una derrota militar, pero una victoria moral y política? Los jefes guerrilleros insistieron en rescatar la calidad humana de sus militantes. Si esa calidad humana se la compara con la de un torturador no hay dudas de que la superioridad moral era más que evidente. Ahora bien, ese dato no alcanza para justificar todo, para justificar la irresponsabilidad política, la pulsión militarista, el daño infligido a la democracia a través de un comportamiento político provocador que objetivamente fue golpista. Por otro lado, es la experiencia histórica la que ha demostrado que los guerrilleros se inician en el combate movilizados por las mejores intenciones, pero luego el oficio de matar los transforma precisamente en lo que reclamaba el Che Guevara: formidables y despiadadas máquinas de matar. Si ese es el hombre nuevo yo prefiero quedarme con el viejo, rehuyendo los cantos de sirena de ciertos poetas de izquierda que escriben sobre los beneficios morales de quienes matan por amor o en nombre de una sociedad superior. Hoy creo que es un ejercicio intelectual innecesario refutar esas pamplinas. Gorriarán Merlo y Firmenich no son precisamente el ideal del hombre nuevo, pero además, y esto es importante decirlo, la sociedad por la que luchaban, la sociedad por la que mandaron a morir y mandaron a matar hoy se ha demostrado que fue una sociedad mucho más bárbara e injusta que la sociedad que pretendían corregir. ¿O alguien intentó hacer un ejercicio de imaginación y pensar qué hubiera sido de la Argentina si Firmenich o Gorriarán Merlo hubieran triunfado o si la racionalidad que se empleó en Monte Chingolo se hubiera impuesto como política oficial?
Dos días después del operativo se hicieron presentes en el Regimiento para dar la solidaridad a los militares los concejales Gerardo Charrú y Pascual Romano. No eran los únicos políticos que se solidarizaban con las Fuerzas Armadas, pero en este caso lo novedoso era que estos dos concejales pertenecían al Partido Comunista. Como para despejar cualquier duda, a la semana siguiente Fernando Nadra, la máxima autoridad del PC escribió en “Nuestra Palabra”: “Se condujo al matadero a un centenar de muchachos y muchachas quinceañeras. ¿Se tiene derecho a explotar el odio inmaduro y el desequilibrio emocional de los adolescentes para conducirlos a una masacre?” Palabras antipáticas y desconcertantes para muchos contemporáneos, pero verdaderas en el fondo.
No les quedó otra alternativa que reconocer que se habían equivocado. La presencia de un traidor en las filas fue un buen argumento para depositar allí todas las culpas y rehuir la autocrítica política que nunca llegó.
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