El 29 de mayo de 1970 las radios de todo el país interrumpieron su programación para dar cuenta de una noticia que poco después conmovería al país. "Habría sido secuestrado el Teniente General Pedro Eugenio Aramburu".
Era la una y media de la tarde. Esquivando puestos policiales y evitando caminos transitados, una pick up Gladiator avanzaba hacía cuatro horas rumbo a Timote.
Habían nacido los Montoneros.
El primer objetivo del "Operativo Pindapoy", como lo bautizaron en un principio los Montoneros era el lanzamiento público de la Organización: tomaban las armas hasta sus últimas consecuencias.
El segundo objetivo era ejercer la justicia revolucionaria

Preparativos previos


MARIO: El ajusticiamiento de Aramburu era un viejo sueño nuestro. Concebimos la operación a comienzos de 1969: la ejecución de Aramburu debía significar precisamente la aparición pública de la organización.

ARROSTITO: En el operativo jugamos diez.
Lo empezamos a fichar a comienzos del 70, sin mayor información.
MARIO: Pero dedicamos el máximo esfuerzo al fichaje externo.
ARROSTITO: Lo vimos tres veces desde el Colegio Champagnat.
Después fichamos desde la esquina de Santa Fe, en forma rotativa, no queríamos llamar la atención.
MARIO: Resolvimos entrar y sacarlo directamente del octavo piso.
La mejor excusa era presentarse como oficiales del Ejército. El Gordo Maza y otro compañero habían sido liceístas, conocían el comportamiento de los militares. Al Gordo Maza incluso le gustaba, era bastante milico, y le empezó a enseñar a Fernando los movimientos y las órdenes. Ensayaban juntos.
ARROSTITO: Compraron parte de la ropa en la casa Isola, una sastrería militar en la Avenida de Mayo, al lado de Casa Muñoz. Fernando Abal tenía 23 años, Ramus y Firmenich 22, Capuano Martínez, 21. Cortándose el pelo pasaban por colimbas. Así que allí compramos las insignias, las gorras, los pantalones, las medias, las corbatas. Un oficial retirado peronista donó su uniforme: simpatizaba con nosotros, aunque no sabia para qué lo íbamos a usar, usamos la chaquetilla y las insignias.

Cómo entramos


MARIO: Una cosa que nos llamó la atención es que Aramburu no tenía custodia, por lo menos afuera. Después se dijo que el ministro Imaz se la había retirado pocos días antes del secuestro, pero no es cierto.

A alguien se le ocurrió: Si no tenía custodia, ¿Por qué no íbamos a ofrecérsela?

La hora señalada


MARIO: La planificación final la hicimos en la casa de Munro donde vivíamos Capuano Martínez y yo.

ARROSTITO: La casa operativa era la que alquilábamos Fernando y yo, en Bucarelli y Ballivián, Villa Urquiza. Allí teníamos un laboratorio fotográfico. La mañana del 29 salimos de casa. Dos compañeros se encargaron de llevar los coches de recambio a los puntos convenidos. La Renoleta quedó en Pampa y Figueroa Alcorta, con un compañero adentro.
En el Peugeot 404 subieron Capuano Martínez, que iba de chofer, con otro compañero, los dos de civil pero con el pelo bien cortito y detrás, Maza con uniforme de capitán y Fernando Abal, como teniente primero.
MARIO: Ramus manejaba la pick-up Chevrolet y la "flaca" (Norma) lo acompañaba en el asiento de adelante. Detrás iba un compañero disfrazado de cura, y yo con uniforme de cabo de la policía.

ARROSTITO: Yo llevaba una peluca rubia con claritos y andaba bien vestida y un poco pintarrajeada. El Peugeot iba adelante por Santa Fe.

Dobló en Montevideo, entró en el garaje. Capuano se quedó al volante y los otros tres bajaron.
MARIO: Nosotros seguimos hasta la puerta del Champagnat y estacionamos sobre la vereda. "El cura" y yo nos bajamos. Dejé la puerta abierta con la metralleta sobre el asiento, al alcance de la mano. Había otra en la caja al alcance del otro compañero. También llevábamos granadas.

Una vez adentro


MARIO: Un compañero quedo en el séptimo, con la puerta del ascensor abierta, en función de apoyo.

Fernando y el Gordo subieron un piso más. Tocaron el timbre, rígidos en su apostura militar.Fernando un poco más rígido por la "metra" que llevaba bajo el pilotín verde oliva.
Los atendió la mujer del General. No le infundieron dudas: eran oficiales del Ejército. Los invitó a pasar, les ofreció café mientras esperaban que Aramburu terminara de bañarse.
Al fin apareció sonriente impecablemente vestido. Tomó café con ellos mientras escuchaba complacido el ofrecimiento de custodia que le hacían esos jóvenes militares. A Maza le descubrió enseguida el acento: -Usted es cordobés. -Si, mi general.
Las cortesías siguieron un par de minutos mientras el café se enfriaba, y el tiempo también y los dos muchachos agrandados se paraban y desenfierraban, y la voz cortante de Fernando dijo:
-Mi General, usted viene con nosotros.
Así. Sin mayores explicaciones. A las nueve de la mañana.
¿Si se resistía? Lo matábamos. Ese era el plan, aunque no quedara ninguno de nosotros vivos.

Afuera


MARIO: De golpe lo increíble. Habíamos ido allí dispuestos a dejar el pellejo, pero no: era Aramburu el que salía por la puerta de Montevideo y el gordo Maza lo llevaba con un brazo por encima del hombro, como palmeándolo, y Fernando lo tomaba del otro brazo. Caminaban apaciblemente.


Su mujer había salido. De eso me entere después, porque no recuerdo haberla visto.

Subieron al Peugeot y arrancaron hacia Charcas, dieron la vuelta por Rodríguez Peña hacia el Bajo, y nosotros detrás.

El viaje


MARIO: Cerca de la Facultad de Derecho detuvieron el Peugeot y trasbordaron a la camioneta nuestra. Se sentó en la rueda de auxilio. No decía nada, tal vez porque no entendía nada.

La Gladiator tenía un toldo y la parte de atrás estaba camuflada con fardos de pasto.

Tardamos ocho horas en hacer un camino que puede hacerse en cuatro, pero no entramos en ningún poblado ni nos detuvimos a comer o cargar nafta.

Aramburu no habló en todo el viaje.

Serían las cinco y media o las seis cuando llegamos a LA CELMA, un casco de estancia que pertenecía a la familia de Ramus.


El Juicio


MARIO: Metimos a Aramburu en un dormitorio, y ahí mismo esa noche le iniciamos el juicio. Lo sentamos en una cama y Fernando le dijo:

-General Aramburu, usted está detenido por una organización revolucionaria peronista, que lo va a someter a juicio revolucionarlo.
Recién ahí pareció comprender. Pero lo único que dijo fue:
-Bueno.
Su actitud era serena. Si estaba nervioso, se dominaba.
Para el juicio se utilizo un grabador. Fue lento y fatigoso porque no queríamos presionarlo ni intimidarlo y el se atuvo a esa ventaja, demorando las respuestas a cada pregunta, contestando. "no sé", "de eso no me acuerdo", etc.

Le leímos la conferencia de prensa en que el Almirante Rojas acusaba al general Valle y los suyos de marxistas y de amorales. Exclamó:

-Pero yo no he dicho eso!
Se le preguntó si de todos modos lo compartía. Dijo que no. Se le preguntó si estaba dispuesto a firmar eso. El rostro se le aclaró quizá porque pensó que la cosa terminaba ahí. "Si era por esto, me lo hubieran pedido en mi casa", dijo, e inmediatamente firmó una declaración en que negaba haber difamado a Valle
El segundo punto del juicio a Aramburu versó sobre el golpe militar que él preparaba y del que nosotros teníamos pruebas, lo negó terminantemente.
Anochecía. Lo llevamos a otra habitación. Pidió papel y lápiz. Estuvo escribiendo antes de acostarse a dormir. A la mañana siguiente, cuando se despertó, pidió para ir al baño. Después encontramos algunos papelitos rotos, escritos con letra temblorosa.
Era ya la noche del 1ro. de junio. Le anunciamos que el Tribunal iba a deliberar. Desde ese momento no se le habló más. Lo atamos a la cama. Preguntó por qué. Le dijimos que no se preocupara. A la madrugada Fernando le comunicó la sentencia:
-General, el Tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte. Va a ser ejecutado en media hora.
Ensayó conmovernos. Habló de la sangre que nosotros, muchachos jóvenes, íbamos a derramar. Cuando pasó la media hora lo desamarramos, lo sentamos en la cama y le atamos las manos a la espalda. Pidió que le atáramos los cordones de los zapatos. Lo hicimos. Preguntó si se podía afeitar. Le dijimos que no había utensilios. Lo llevamos por el pasillo interno de la casa en dirección al sótano. Pidió un confesor. Le dijimos que no podíamos traer un confesor porque las rutas estaban controladas.
-Si no pueden traer un confesor -dijo-, ¿cómo van a sacar mi cadáver?

-Ah, me van a matar en el sótano-, dijo. Bajamos. Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared. El sótano era muy chico y la ejecución debía ser a pistola.

Fernando tomó sobre sí la tarea de ejecutarlo. Para él, el jefe debía asumir siempre la mayor responsabilidad. A mí me mandó arriba a golpear sobre una morsa con una llave, para disimular el ruido de los disparos.
-General -dijo Fernando-, vamos a proceder.
-Proceda -dijo Aramburu.


Fernando disparó la pistola 9 milímetros al pecho, Después hubo dos tiros de gracia, con la misma arma y uno con una 45. Fernando lo tapó con una manta.


Nadie se animó a destaparlo mientras cavábamos el pozo en que íbamos a enterrarlo.


Después encontramos en el bolsillo de su saco lo que había estado escribiendo la noche del 31. Empezaba con un relato de su secuestro y terminaba con una exposición de su proyecto político. Describía a sus secuestradores como jóvenes peronistas bien intencionados pero equivocados. Este manuscrito y el otro en que Aramburu negaba haber difamado a Valle, fueron capturados por la policía en el allanamiento a una quinta en González Catán. El gobierno de Lanusse no los dio a publicidad.