Días de furia... noche de Paz
No haré como los demás columnistas que, desde los grandes medios, hoy se rasgan las vestiduras y escriben un asombro poco creíble y fatalmente extemporáneo.
Patalear hoy sobre el giro fascista de un régimen que al fin (y con la excusa perfecta del 54%) ha decidido quitarse la careta, es en vano. El patalear de aquellos que han sido cómplices en palabra, obra u omisión de las tropelías de un régimen que desde hace años avisa sesgos peligrosamente absolutistas, es como un llorar sobre la leche derramada.
Vamos, ¿cómo asombrarse ahora del final de una película, cuando todas la fotos durante ocho años avisaban el camino hacia este final totalitario?
Uno se ha ido acostumbrando a llamar democracia a lo que obviamente no lo es, uno se ha ido acostumbrando a tener cada vez menos libertades, a encontrar más fuerzas de seguridad cuidando casas de cambio, allanando empresas privadas “enemigas” del poder, o buscando la “nefasta” moneda imperialista con perros dentro de nuestros bolsos… que fuerzas de seguridad cuidando la inseguridad de las calles. Sí, uno se ha ido acostumbrado mientras pocos levantaban la voz por vaya a saber qué cau$as superiores… pero ¿levantar ahora la voz del asombro, cuando finalmente han ido por ellos, después de haber ellos callado cómplices mientras fueron yendo por los demás?… a otro con ese cuento!.
Ahora es tarde. Aviso que no saldré a las calles ni a las plazas ni a las rutas cuando en el cable solo me pasen la historia “ejemplar” de Fidel Castro en canal Encuentro, o el dibujo animado sobre la vida “santa” del “compañero” Chávez en Paka Paka.
Bueno… pero hoy es víspera de Navidad y nuestros corazones de niño se disponen distintos. La agrupación Quebracho ha quemado el árbol de navidad y el pesebre de plaza de mayo, ¡el pesebre!, ese símbolo tan caro para la comunidad Católica. El estado apenas si pestañó, después de todo a la grey Católica se la puede denigrar sin pruritos. También a eso nos han acostumbrado. Y juro que cuando pasé por la plaza a la mañana, se me estrujó el alma al ver el pesebre hecho carbón y leer el odio en pintadas deleznables.
Pero ya el asombro se hace resignación a fuerza de la costumbre. “La única Iglesia que ilumina es la Iglesia que arde” dicen las pintadas que nadie impugna.
De todos modos, para los cristianos la Navidad está profunda en nuestros corazones. No está en los ornamentos ni en el boato ni en los regalos ni mucho menos en los fuegos de artificio. Ni está en una mesa desvergonzadamente llena de comida o alcohol.
Vamos, que afuera puede haber poco y hasta puede haber nada, y aún así el milagro de la Navidad puede estar intacto y desbordante en nuestras entrañas.
Por eso elijo para estos días aciagos de un país con destino peligroso, este cuento de Navidad que publicó Yoani Sánchez, la famosa bloguera y escritora cubana que combate la dictadura de los Castro desde su computadora y en las 4 horas que tiene luz e internet. No digo que lleguemos al extremo, pero digo que siempre se puede ser libre… aún estando tras las más brutales rejas. Y digo que siempre se puede luchar en paz, aún hasta sofocados por la dictadura más atroz. Feliz Navidad para todos.
Navidades en rojo
“¿Qué era aquel objeto? ¿Para qué servía su pulida superficie, su redondeada estructura? ¿Por qué la abuela lo guardaba en el fondo de la gaveta con su ropa más íntima y junto a las cartas que medio siglo antes le escribiera su primer novio? Mi hermana y yo robábamos de vez en cuando la caja –forrada por dentro con fieltro negro–, donde reposaba lo que a nuestros ojos parecía una bombilla o el picaporte de una delicada puerta. Cuando venían los primos más pequeños desde un pueblo de provincia, presumíamos ante ellos de nuestra jerga habanera que rondaba lo marginal, de la TV en blanco y negro exhibida en la sala y especialmente de aquella bola dorada de cristal, alrededor de la cual tejíamos un montón de invenciones. Sin que la dueña cascarrabias nos viera, decíamos que la delicada esfera provenía de un tiempo en que la madre de nuestra madre había sido una princesa. Fantaseábamos con que su posesión era todo lo que le quedaba de una vida pasada, la única pista con la que nuestra familia reencontraría el linaje perdido de sus predecesores. Y los muy ingenuos chiquillos nos creían, miraban los reflejos y confirmaban que algo así solo podía pertenecer a una excelsa familia de la que Scheherazada, la reina de Saba o el mismísimo Tutankamón podrían haber sido parte.
Se nos resbaló de las manos una tarde y se hizo añicos contra el suelo del diminuto cuarto donde habíamos crecido. El cristal tenía una capa de polvo brillante en su interior y esa noche la chancleta de la abuela se nos quedó marcada en la espalda. Cuando llegó agosto y los parientes “guajiros” regresaron, ya sabíamos que la hermosa bola dorada solo había sido una guirnalda, un simple adorno para un árbol festivo que nunca habíamos visto. Estaba yo a punto de cumplir los ocho y me faltaban todavía nueve años para acercarme por primera vez a un pesebre de Navidad. Pero el anticipo, el heraldo de que algo existía más allá de la chata realidad me había llegado con aquel vidrio pintado que una emigrante española guardaba entre su pertenencias más queridas. La misma gallega, aplatanada ya a la Isla, nos contaba a escondidas sobre un niño nacido entre el heno y el mugido de las cabras. Narraba la historia de Jesús en voz muy baja, pues nuestros padres transitaban en ese momento de sus vidas por su etapa de mayor fanatismo ateísta. El edificio, el barrio, la escuela, la ciudad toda, vivía escondiendo los escapularios, rezando en un susurro, ocultando las imágenes de la Virgen detrás de algún libro de marxismo o de una bandera roja. En el sostén, debajo de la blusa –cosido o agarrado por un imperdible– portaban las ancianas su crucifijo con la imagen de aquel otro barbudo proscrito que no había bajado de la Sierra Maestra. Mostrar la mínima fe en Él se convirtió en una de las vías más expeditas para meterse en problemas, solo superada por el acto de profesar otra ideología. Así que aprendíamos la religión y la sospecha al mismo tiempo, descubríamos a la par una cosmogonía y su negación.
Meses después de que aquella guirnalda estallara contra las lozas del piso, mi hermana y yo vivimos otro diciembre gris que concluyó sin tiaras ni diademas. El día 24 en la noche nos crecía la comezón, pues ya sabíamos que en otros lugares unas ramas verdes se alzaban en medio de las salas, rodeadas de luces. Sin embargo, en nuestro pacato socialismo real, en nuestra ínsula sovietizada, nada delataba la celebración oculta que muchos llevaban por dentro. Dormimos temprano, si es que dormimos. A la mañana siguiente la abuela se demoraba más que de costumbre en el baño y a través de las persianas alcanzamos a oírle un breve “Amén”. La Navidad había terminado. Solo quedaba esperar el último día del año, donde entre cucharadas de arroz con frijoles y algún trozo de carne de cerdo se aguardaban la primeras luces de enero y el aniversario de la Revolución. A eso había quedado reducido nuestro diciembre, a una fecha patria, a un hombre de verde olivo proclamando el inicio de una nueva etapa histórica que jamás cumpliría sus promesas de redención. Pero las inquietas niñas que habíamos roto aquella bola de cristal, aquel objeto cuasi mágico, no volveríamos a ser las mismas. Algo del polvo dorado que saltó al quebrarse el vidrio quedó sobrevolando sobre nuestras vidas. Nos hizo recelosas, pero no de la credulidad sino del escepticismo, suspicaces de las máscaras del materialismo más que de las poses del dogma religioso. Nos convirtió en seres desconfiados de ese carnet rojo que obligaba a esconder la cruz cerca del seno, taparla con el fieltro negro del miedo.”
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