Mirta y Mónica Valenzuela, hijas del guardiacárcel asesinado por terroristas argentinos
Diaro La Jornada
La
última vez se las vio con un equipo de mate en las filas más lejanas
del Cine Teatro “José Hernández” de Rawson. Pero no saben si volverán.
Dicen que ese día el testimonio de Alicia, la viuda de Rubén Pedro
Bonet, les llenó el estómago de bronca. Parecían escuchar pacientes pero
se aguantaron saltar de su butaca y gritarle de todo. Las mellizas
Mirta y Mónica son hijas de Juan Gregorio Valenzuela, el guardia cárcel
de la Unidad Penitenciaria 6 de Rawson, único muerto durante la fuga del
15 de agosto de 1972.
Tienen
el brillo del enojo en los ojos. Esperaban el juicio por la Masacre de
Trelew por si alguien decía algo sobre la muerte de su papá. Pero nada.
“Ellos dicen que hace 40 años que esperan justicia, ¿y nuestra
familia?”, se quejan. Juan Carlos, otro hermano, es el más dolido y
prefirió no hablar. El cuarto, Enrique, falleció, igual que Ramona, su
madre. “Cuando a mi papá lo mataron, ella murió con él y no quiso saber
más nada”, dicen.
Todos
hablan de los 19 fusilados del 22 de agosto. El caso Valenzuela es el
costado incómodo de la historia, mezclado con las banderas de los
Derechos Humanos que invaden Rawson desde que las audiencias comenzaron.
“Todo empezó en la U-6 y a mi papá le costó la vida. Pero de eso nadie
dice nada”.
La
tarde de ese 15, Valenzuela hacía guardia en la puerta junto con
Justino Galarraga y un tercero, Montenegro. Vieron venir a decenas de
guerrilleros vestidos de penitenciarios. El penal ya estaba tomado.
Según sus hijas, su papá tardó en reconocer que esos no eran sus
compañeros. Dio la voz de alto pero le pidieron que se entregue. Ni
loco, pero se tocó la cartuchera y no tenía la pistola. Cuando la buscó
sobre la mesa fue tarde para defenderse: una ráfaga lo acribilló. “Tenía
el cinturón como un colador”, aseguran sus hijas.
Su
versión es que Ana María Villarreal de Santucho ya se iba de la cárcel.
Pero volvió sobre sus pasos y lo remató en la cabeza. Fueron 13
disparos más el tiro de gracia. “Eso me contó Galarraga entre llantos.
Lo fui a ver a Misiones –relata Mirta-. En la entrada mi papá los tenía
muy encima cuando se da cuenta de que ese tropel no eran sus compañeros.
Cuando grita ´¡Alto, ¿quién vive!” recibe la ráfaga. Maldigo la hora en
que no se entregó. Nunca pensaron que se iban a encontrar con
Valenzuela ni que los iba a enfrentar”.
“Galarraga
no me reconoció hasta que le dijeron de quién era hija. Me miraba y no
caía. ¡Cómo lloraba ese hombre! Le dije que si él podía, quería escuchar
su versión”. Le relató esos minutos entre llantos. Que aguantó la
respiración y se hizo el muerto; que en el piso la mujer de Santucho le
patea las costillas y la escucha decir “Este no respira, está muerto,
vamos”. El guardia salvó su vida en el hospital.
Juan
Carlos tenía 12, Enrique 10 y las mellizas, 9. Caía la noche y Gregorio
no volvía. “Mamá nos dice que algo debe haber pasado y se va hasta una
esquina a ver qué sucedía. Volvió transformada”. Era un amontonamiento
de patrulleros, ambulancias y penitenciarios corriendo. Penetrante, la
sirena de la U-6 llamaba a todos a presentarse de urgencia, hasta los de
franco. “Nunca me olvido que iban en patas por la calle, poniéndose los
pantalones y los borceguíes “.
“Aunque
papá tanto no contaba, mi mamá decía que se sabía que algo raro pasaba
porque de repente empezaron a dejar entrar cosas que antes no se
permitían y se dejaron de hacer requisas: un auto sí, el otro no”. Al
fitito rojo del cura Nicola nadie lo tocaba aunque cargaba armas.
“Les
llevó 6 meses estudiar la vida de todos los penitenciarios y
concluyeron que uno de ellos, Carmelo Facio, era un jugador empedernido.
Lo ´chuparon´ y fue quien entregó la Unidad”. Parece que hubo 5 mil
pesos de la época para que ese guardiacárcel ayudara a los guerrilleros:
primero 2.500 y el resto si se concretaba. Otros dicen que fueron 10
millones. “La mujer de Facio trabajaba en la Unidad y ese día se retira
descompuesta porque sabía de la fuga”, dicen las mellizas.
Maldicen
haber sido tan chicas ese día y haber entendido tan poco el revuelo
alrededor. “De tan inocentes ese día hasta fuimos a la escuela y nadie
nos dijo que no. Hubiésemos golpeado puertas mucho antes”, aseguran.
Mirta hizo un intento años después con abogados locales. Era tarde: el
caso prescribió y no se puede reclamar ni indemnización. Lo de
Valenzuela no fue lesa humanidad. A la melliza se le prende una
esperanza cuando ve el caso de Claudia Rucci, la hija de José, el
gremialista asesinado. “Ella reabrió el caso pero según mi marido, tiene
la suerte, entre comillas, de que los que mataron al padre están vivos.
Me anima a golpear puertas pero están cerradas. No te dan bola, ya
pasó”
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