Si
en algo tuvo éxito la gestión kirchnerista fue en el retroceder en la
historia y anclar a la Argentina en el modelo de país de la década del
‘70.
Así,
como si nada hubiera pasado en el mundo en los últimos 40 años y la
vergüenza del Muro de Berlín siguiera de pie, el Gobierno reivindicó los
ideales y la acción de las bandas subversivas que asolaron a la
Argentina. Nunca esbozó la más mínima crítica a la criminalidad de estos
sectores; por el contrario, les rindió honores, monumentos y los sumó
al Gobierno en altos cargos públicos.
La
cacareada “política de Derechos Humanos” no fue otra cosa que la
acción dirigida a tergiversar la historia y a “cazar brujas”. Con ese
fin, se elevó a rango de oficial y único al discurso maniqueo
setentista que se enseña en las escuelas de la Argentina; discurso que
asevera que una juventud maravillosa, por el noble hecho de
comprometerse con los que menos tienen, fue aniquilada por militares
perversos que representaban oscuros intereses.
Se
declaró feriado el 24 de marzo de 1976, como si esa mañana del 24 los
militares argentinos se hubieran despertado transfigurados en monstruos
genocidas, hombres lobo dispuestos a depredar y demoler esa Argentina
plena de democracia, armonía, felicidad y goce popular que habían
construido los partidos políticos, los sindicatos y otras fuerzas vivas;
nada más alejado de la verdad.
El
período que va desde el 25 de mayo de 1973 al 23 de marzo de 1976 de
constitucional sólo tiene el nombre. En los hechos, se trató de una
guerra civil por el poder que tuvo su origen en el seno del partido
gobernante y que luego se extendió a la sociedad toda.
Han
pasado 40 años desde que incendiaran al país con una guerra y, los
peronistas, no han realizado todavía, siquiera, el más microscópico y
elemental mea culpa. La Triple A (banda comandada por el ministro López
Rega), los Montoneros y el ERP eran los que decidían quién tenía
derecho a la vida en este país.
Por
cierto, la “juventud maravillosa” no fue perseguida, asesinada y
desaparecida, como se apunta para la gilada, por el mero hecho de
“pensar distinto”. Lo fue porque pretendía hacerse del poder de la
Argentina vía el procedimiento fascista-comunista de secuestrar,
asesinar, robar, extorsionar y amedrentar a quien se interpusiera en su
camino. El objetivo expreso y público de los subversivos era el
instalar una dictadura feroz que ejecute la revolución proletaria, la
cual, primordial y necesariamente, pasa por el exterminio de la clase
social burguesa y de todos aquellos que se opongan al genocidio.
Cien
millones de muertos muestran a las claras que son gente de palabra.
Debe ser así, porque se debe cumplir “la profecía” del “socialismo
científico” (ley ineluctable histórica, según Marx), que establece la
extinción de la sociedad capitalista, el nacimiento de la sociedad sin
clases, el “fin de la historia” y, para los que por no adorar al oro del
becerro permanecen en estado de gracia, el reino del comunismo sobre
la tierra por los siglos de los siglos (Amén).
Al
respecto, dice el filósofo Tsvetan Todorov “...más o menos en el mismo
momento (entre 1975 y 1979), una guerrilla de extrema izquierda se
hizo con el poder en Camboya. El genocidio que desencadenó causó la
muerte de alrededor de un millón y medio de personas, el 25% de la
población del país”.
Agrega,
además, en el mismo escrito: “Los Montoneros y otros grupos de extrema
izquierda organizaban asesinatos de personalidades políticas y
militares, que a veces incluían a toda su familia, tomaban rehenes con
el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y atracaban
bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus
dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos
grupúsculos pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada.
Tampoco se puede silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla
de extrema izquierda y al régimen que tanto anhelaba.”
Cabe
preguntarse si esta insensibilidad y ocultamiento del kirchnerismo
frente a los hechos criminales del terrorismo de izquierda, en
simultáneo con la militante y sistemática difusión de los crímenes de la
dictadura, son la consecuencia: de convicciones enturbiadas por la
pasión política, más, de buena fe, o de maquiavélicos cálculos políticos
que subordinan los principios morales a la acumulación de poder.
El
artificio de adjudicar a demonios poderosos y malvados la
responsabilidad del sufrimiento y las miserias de los pueblos es tan
viejo como la demagogia. Sin embargo, funciona. Ahí esta, entre otros,
Hugo Chávez y Fidel Castro para certificarlo. Es que la miseria ajena
duele e incomoda. El encontrar un culpable que no soy yo para esa
realidad opera como un bálsamo para la conciencia y, también, para esa
víscera sensible que es el bolsillo. Otros son los culpables y los que
deben pagar. En los últimos cien años, los EEUU y el pueblo judío han
luchado, cabeza a cabeza, por el primer lugar en el ranking de
culpables.
Es tan fácil ser bueno y sensible; sólo hay que encontrar a alguien a quién echarle la culpa.
Por
eso, es sabio el periodista argentino-español Carlos Rodríguez Braun
cuando dice: “El mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo
expiatorio”.
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