Terrorismo. Imperdible Editorial El Comercio de Perú
(Editorial) El deber de la memoria
Hoy, nuestros hijos confunden a Guzmán con un director de cine y a Iparraguirre con una cantante criolla. Mucho hicimos mal, sin duda, para llegar a esto…
Desde que Sendero Luminoso invadió Huamanga como un fantasma antropófago sin cara ni rastro y se desplazó por las cordilleras, hasta los días en que Tarata remeció la capital, hubo 23.969 muertos documentados, y miles más sin nombre. Asesinatos, desapariciones, secuestros, violaciones, explosiones y tiros de gracia eran las palabras que describían al Perú de esa época.
Como si el horror se hubiera apagado con el sonido de la última bomba, los que no venimos de pueblos que fueron desolados por entero parecemos haber olvidado. Hoy, nuestros hijos confunden a Guzmán con un director de cine y a Iparraguirre con una cantante criolla. Mucho hicimos mal, sin duda, para llegar a esto.
¿Por qué tantos olvidamos el horror?
Quizás una razón sea que, pese a todo lo que sufrió Lima en los últimos años del terrorismo, nunca vivió lo que vivió la sierra. En la capital conocimos el pavor de los carros-bomba y los secuestros, pero no el sentimiento que atraviesa el cuerpo cuando asaltan tu pueblo por la noche, violan a tu madre y hermana y abren el cráneo de tu padre con un machete para forzarte a que te unas a la demencia.
Que el 75% de las víctimas fueran campesinos quechuahablantes es un dato que dice muchísimo. Las informaciones que están recogiéndose sobre el olvido provienen de Lima. Si los terroristas hubieran desaparecido un barrio limeño entero y no, por ejemplo, Lucanamarca, ¿se hubiese producido este olvido? Si detrás de este abandono está la vieja fractura nacional, el más antiguo y costoso de nuestros problemas, tenemos mucho de qué arrepentirnos y qué enmendar. Solo el día en que todos los limeños carguemos con los muertos y el sufrimiento de la sierra como si fuesen nuestros seremos nación y podremos tener desarrollo sobre bases sociales sólidas.
Es cierto que existe también otra razón poderosa para que los padres peruanos hayan dejado de contarles a sus hijos la tragedia que, por 12 años, asoló el país. Hay cosas que es más llevadero poner debajo de la alfombra. Es decir, puede que lo que nos ha pasado sea aquello de lo que hablaba Sor Juana Inés de la Cruz: “Que este no acordarme no es olvido sino una negación de la memoria”. Sería humanamente comprensible que hayamos escogido negar la memoria para dejar atrás el sufrimiento. Pero sepamos que hay un precio y ya lo estamos pagando. Ahí está el Movadef pretendiendo ingresar a la arena política al tiempo que niega la carnicería que perpetraron estos autodeclarados amantes de la humanidad que despellejaban sin ascos a los hombres y mujeres de carne y hueso. Ya dicen los psicoanalistas que los episodios traumáticos que no se procesan bien vuelven luego para perseguirnos.
El Estado es quien tiene la responsabilidad más obvia para evitar este innegable olvido. El Estado, cuyo Ministerio de Educación permite que niños confundan una protesta contra el abuso animal con una foto de perros colgados en postes por senderistas. Ese Estado que no debe ni puede fracasar en lograr el fin de la pobreza, el caldo de cultivo del terrorismo.
El sector privado, por su parte, tendría mucho que aprender de cómo sus pares en otras naciones se han involucrado en mantener viva la memoria colectiva de las tragedias nacionales. Por ejemplo, salvando las distancias, en el caso del Holocausto.
Por respeto a las víctimas y para que no nos vuelva a pasar, los peruanos tenemos el deber de la memoria. Después de todo, pese a lo mucho que hemos avanzado, en el 92 se acabaron las bombas, pero no los problemas que las engendraron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario